«Somos como enanos aupados a hombros de gigantes». Este tópico de la
retórica escolástica medieval, atribuido a Bernardo de Chartres, es la prueba
definitiva de que vivir no basta, de que la vida a secas es, en cierto modo, un
fracaso. Tal vez por eso nace en nosotros el arte, ese instinto del hombre por
capturar un instante, un espacio, una hora. Ese instinto que nos hace sentirnos
a salvo de la muerte,
que no navegamos sin rumbo. No en vano Quevedo, en uno de sus sonetos más
celebrados, confiesa que, gracias a la llegada de la imprenta y a los libros,
«vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos».
Pero yo me atrevería a precisar aún más esas palabras: en conversación con los
muertos, con los vivos y con nosotros mismos. Porque los libros han supuesto
para mí una forma de diálogo con quienes han cimentado la humanidad: leer es un
salvoconducto para vivir que trasciende la mera palabra. Esos «muertos vivos» a
los que alude el propio Quevedo me han encarado conmigo mismo, en un juego
especular del todo ineludible para indagar en el conocimiento y la expresión
del verdadero sentido de la vida.
En un ejercicio de fantasía, si yo tuviese que separar de la paja el grano de los libros cuya conservación en mi memoria merece la pena, el Quijote sería, claro está, uno de los primeros en salvarse de la quema. La gran novela de Cervantes tiene la rara virtud de parecer que fue confeccionado para cada uno de nosotros, a la medida de cada estado anímico, de cada una de nuestras edades. En sus incontables páginas he aprendido no solo a leer y a escribir, sino también a amar la literatura y a burlarme de ella, a emprender, en fin, una mejor edición de nosotros mismos. No resulta extraño que Dostoievsky escogiera esta obra para justificar la vida humana sobre la tierra ante un extraterrestre.
También salvaría de la sed devoradora de las llamas a la poesía de Giacomo Leopardi, el gran romántico italiano. El poeta de Recanati es uno de los que yo más admiro; con el paso del tiempo, no ha sufrido altibajos mi devoción. Siempre he tenido la sensación de ver en su obra el verdadero germen de la lírica moderna, de la poesía tal como hoy día la entendemos. Aun a pesar de la devastación ruinosa y el desmantelamiento espiritual que se proclama y se dibuja en la poesía leopardiana —o precisamente por eso—, «il naufragar [dice Leopardi en el verso que cierra su poema «L’infinito»] m’è dolce in questo mare».
Siguiendo con los vericuetos de la memoria, absolvería de cualquier quema a Años y leguas de Gabriel Miró. En esta novela lírica he visto encerrados los misterios más fascinantes de la vida: entre la memoria y la invención, entre la palabra, el espacio y el tiempo de Sigüenza, los días que conforman nuestra existencia parecen un enorme libro cubierto de polvo que exige y merece el ejercicio de ser releído, para llegar a nosotros mismos inscritos en el tiempo y el espacio. Para tener la oportunidad, en definitiva, de reescribirnos. Al fin y al cabo, con Miró entendemos que solo el arte puede ver la vida sin caer en la momificación del bisturí exacto de las ciencias.
No puedo tampoco pasar por alto en estas líneas al poeta oriolano Miguel Hernández, a quien profeso una inestimable devoción. Muy pocos son los poetas que consiguen zarandear nuestra sensibilidad, sacudir nuestros centros nerviosos. Miguel Hernández es uno de ellos. Su carnívoro cuchillo y su rayo amoroso me han acompañado con intensidad durante largos períodos; la voz desnuda de su verdad me ha escudado desde siempre. Y la transparencia, la hondura, el trabajadísimo despojo y el desbordamiento espiritual del Cancionero y romancero de ausencias me han desencadenado un estremecimiento solo reservado a las más encumbradas cimas de la literatura.
Ahora bien, en una sociedad hecha visualmente al chisporroteo de imágenes y fundada en la comunicación audiovisual, no solo de libros vive el hombre. En mi genoma cultural, una parte sustantiva aparece acaparada por el cine, por películas con personajes tan complejos y extremados como los de la filmografía de Scorsese o con personajes tan tragicómicamente atenazados por la realidad como los del lenguaje fílmico del irrepetible tándem formado por Berlanga y Azcona. Pero, claro, no solo he bebido en fuentes literarias y cinéfilas; también he sorbido las onomatopeyas, las ilustraciones y los bocadillos de una pareja tan quijotesca y sanchopancesca como la constituida por Astérix y Obélix. Y qué decir del humor gráfico de una dupla tan españolamente pícara y descarada como la de Mortadelo y Filemón.
En cualquier caso, tras la inmersión en estos y en otros muchos libros, películas y cómics que salvaría, por decirlo literariamente, de la pira de la sobrina de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha, solo me resta comprobar y verificar no poca cosa: quien era antes de su lectura o visionado es alguien distinto de quien soy hoy.
En un ejercicio de fantasía, si yo tuviese que separar de la paja el grano de los libros cuya conservación en mi memoria merece la pena, el Quijote sería, claro está, uno de los primeros en salvarse de la quema. La gran novela de Cervantes tiene la rara virtud de parecer que fue confeccionado para cada uno de nosotros, a la medida de cada estado anímico, de cada una de nuestras edades. En sus incontables páginas he aprendido no solo a leer y a escribir, sino también a amar la literatura y a burlarme de ella, a emprender, en fin, una mejor edición de nosotros mismos. No resulta extraño que Dostoievsky escogiera esta obra para justificar la vida humana sobre la tierra ante un extraterrestre.
También salvaría de la sed devoradora de las llamas a la poesía de Giacomo Leopardi, el gran romántico italiano. El poeta de Recanati es uno de los que yo más admiro; con el paso del tiempo, no ha sufrido altibajos mi devoción. Siempre he tenido la sensación de ver en su obra el verdadero germen de la lírica moderna, de la poesía tal como hoy día la entendemos. Aun a pesar de la devastación ruinosa y el desmantelamiento espiritual que se proclama y se dibuja en la poesía leopardiana —o precisamente por eso—, «il naufragar [dice Leopardi en el verso que cierra su poema «L’infinito»] m’è dolce in questo mare».
Siguiendo con los vericuetos de la memoria, absolvería de cualquier quema a Años y leguas de Gabriel Miró. En esta novela lírica he visto encerrados los misterios más fascinantes de la vida: entre la memoria y la invención, entre la palabra, el espacio y el tiempo de Sigüenza, los días que conforman nuestra existencia parecen un enorme libro cubierto de polvo que exige y merece el ejercicio de ser releído, para llegar a nosotros mismos inscritos en el tiempo y el espacio. Para tener la oportunidad, en definitiva, de reescribirnos. Al fin y al cabo, con Miró entendemos que solo el arte puede ver la vida sin caer en la momificación del bisturí exacto de las ciencias.
No puedo tampoco pasar por alto en estas líneas al poeta oriolano Miguel Hernández, a quien profeso una inestimable devoción. Muy pocos son los poetas que consiguen zarandear nuestra sensibilidad, sacudir nuestros centros nerviosos. Miguel Hernández es uno de ellos. Su carnívoro cuchillo y su rayo amoroso me han acompañado con intensidad durante largos períodos; la voz desnuda de su verdad me ha escudado desde siempre. Y la transparencia, la hondura, el trabajadísimo despojo y el desbordamiento espiritual del Cancionero y romancero de ausencias me han desencadenado un estremecimiento solo reservado a las más encumbradas cimas de la literatura.
Ahora bien, en una sociedad hecha visualmente al chisporroteo de imágenes y fundada en la comunicación audiovisual, no solo de libros vive el hombre. En mi genoma cultural, una parte sustantiva aparece acaparada por el cine, por películas con personajes tan complejos y extremados como los de la filmografía de Scorsese o con personajes tan tragicómicamente atenazados por la realidad como los del lenguaje fílmico del irrepetible tándem formado por Berlanga y Azcona. Pero, claro, no solo he bebido en fuentes literarias y cinéfilas; también he sorbido las onomatopeyas, las ilustraciones y los bocadillos de una pareja tan quijotesca y sanchopancesca como la constituida por Astérix y Obélix. Y qué decir del humor gráfico de una dupla tan españolamente pícara y descarada como la de Mortadelo y Filemón.
En cualquier caso, tras la inmersión en estos y en otros muchos libros, películas y cómics que salvaría, por decirlo literariamente, de la pira de la sobrina de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha, solo me resta comprobar y verificar no poca cosa: quien era antes de su lectura o visionado es alguien distinto de quien soy hoy.
¡Hola, Alberto! Tu entrada me ha parecido fascinante de principio a fin. Me ha encantado leer tu reflexión sobre "El Quijote" y coincido totalmente con tu opinión. También me ha llamado la atención tu gusto por el director Martin Scorsese, puesto que soy muy fan de la mayoría de sus películas.
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