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martes, 15 de marzo de 2016

LOS LIBROS QUE ME ESCOGIERON

Haciendo memoria de las lecturas que he hecho desde mi adolescencia hasta hoy, me he dado cuenta de que solo algunas han llegado a marcarme más y a ser imprescindibles en mi biblioteca personal. Por esta razón, creo que no somos nosotros los que escogemos a los libros, sino que ellos nos escogen a nosotros.

Desde mi adolescencia siempre me han llamado la atención los libros de fantasía como Harry Potter (J. K. Rowling) o Memorias de Idhún (Laura Gallego). Me parecen libros entretenidos, fáciles de leer y que estimulan la imaginación. Escoger ese tipo de lecturas también me despertó la curiosidad para leer El señor de los anillos (J. R. R. Tolkien), cuya lectura es más densa aunque, bajo mi punto de vista, insuperable hasta el momento en su género.
     
Además del género fantástico, también me gusta la novela policíaca, de crímenes e intriga, como El código Da Vinci (Dan Brown). Sin duda, con la saga Millenium de Stieg Larsson me sumergí en la lectura. Me enganché desde el principio con la historia y el perfil psicológico de los personajes que aparecen en la novela, pero sobre todo con la fascinante protagonista: Lisbeth Salander.

También quiero resaltar mi gusto por la literatura de terror con obras como Drácula (Bram Stoker) o La historiadora (Elizabeth Kostova) que también trata el tema de los vampiros y entremezcla el género epistolar con la novela histórica y de aventuras.

Asimismo, me gustaría destacar algunas de las lecturas que más me han gustado durante la carrera. Una lectura imprescindible es El Quijote de Cervantes. Me parece vital tanto para la literatura como para el ser humano, la figura que representa Don Quijote, siempre fiel a sus ideales, a no deberle nada a nadie y ser libre ante todo. También me gustaron mucho La fuente de la edad (Luis Mateo) y El túnel (Ernesto Sabato). Aprovecho para recomendar El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, donde se trata el tema de la colonización europea de África.

Ahora mismo me estoy leyendo dos libros: Submarino de Joe Dunthorne y La carretera de Cormac McCarthy. Creo que todos los libros que he leído hasta ahora, incluso los que no me han gustado demasiado, me han servido para formarme no solo como lectora sino también como persona. Y como dijo Miguel de Cervantes: "El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho".

Livraria Lello (Oporto)

lunes, 14 de marzo de 2016

¿CÓMO SOY? ¿CÓMO HAN INFLUIDO MIS LECTURAS EN MI PERSONALIDAD?

 "Las personas que leen no tienen límites; las personas que no leen son nada más que ellas mismas" (Benjamín Prado).

Se puede nacer para la lectura, y quizás también hacerse a ella. Lo que está claro es que también se puede enseñar a los niños a amar la Literatura. Desde pequeña me ha fascinado el mundo especial que se esconde en los libros. Lo primero que recuerdo es leer a Gloria Fuertes, Un pulpo en un garaje, Versos fritos... Bueno, que leyeran conmigo. También recuerdo que las historias de La Bruja Aburrida me fascinaban.
                                                   
Cuando crecí un poco más, recuerdo haber leído Cuentos por teléfono, de Gianni Rodari. Ese tipo de Literatura, cuentos breves pero con su gracia y normalmente con moraleja, me fascinó. También recuerdo haber leído Cuentos al amor de la lumbre y Cuentos de la media lunita. Siempre tendré en la memoria con mucho cariño Platero y yo

Hay una anécdota que no voy a olvidar. Un verano mi madre y yo, durante las horas de la siesta, nos tumbábamos a leer el primer libro de Harry Potter. Recuerdo que me leía y que yo dejaba volar la imaginación. Al verano siguiente compramos el segundo libro de la saga. Cuál fue mi sorpresa al ver cómo mi madre me daba el libro a mí y me decía que si quería saber cómo seguía la trama, tendría que descubrirlo por mi cuenta. 

Esas han sido las lecturas más significativas durante mi infancia. A partir de ahí, he seguido fascinándome con la Literatura y durante estos últimos años destacaría Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez, Lolita, de Vladimir Nabokov, la poesía de Miguel Hernández. Y todo ello sin olvidar a los clásicos como Homero y Virgilio, además de la comedia de Aristófanes y Plauto y la poesía amorosa de Catulo. No sé si han influido mucho o poco, o en qué han podido cambiar mi personalidad las lecturas a lo largo de mi vida, lo que sí puedo asegurar es que muchas obras me han hecho reflexionar.

                              

Práctica 2: Lo que los libros me enseñaron



Por mucho que quiera coincidir con Brooke, el carismático personaje de Mistress America interpretado por Greta Gerwig, cuando afirmaba que las series son las novelas del siglo XXI, lo cierto es que no puedo dejar de sentirme culpable por el alto número de horas que le dedico a este formato y lo mucho que me queda aún por leer.

Práctica 2. Vivir (en) los clásicos


«Somos como enanos aupados a hombros de gigantes». Este tópico de la retórica escolástica medieval, atribuido a Bernardo de Chartres, es la prueba definitiva de que vivir no basta, de que la vida a secas es, en cierto modo, un fracaso. Tal vez por eso nace en nosotros el arte, ese instinto del hombre por capturar un instante, un espacio, una hora. Ese instinto que nos hace sentirnos a salvo de la muerte, que no navegamos sin rumbo. No en vano Quevedo, en uno de sus sonetos más celebrados, confiesa que, gracias a la llegada de la imprenta y a los libros, «vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos». Pero yo me atrevería a precisar aún más esas palabras: en conversación con los muertos, con los vivos y con nosotros mismos. Porque los libros han supuesto para mí una forma de diálogo con quienes han cimentado la humanidad: leer es un salvoconducto para vivir que trasciende la mera palabra. Esos «muertos vivos» a los que alude el propio Quevedo me han encarado conmigo mismo, en un juego especular del todo ineludible para indagar en el conocimiento y la expresión del verdadero sentido de la vida.
 
En un ejercicio de fantasía, si yo tuviese que separar de la paja el grano de los libros cuya conservación en mi memoria merece la pena, el Quijote sería, claro está, uno de los primeros en salvarse de la quema. La gran novela de Cervantes tiene la rara virtud de parecer que fue confeccionado para cada uno de nosotros, a la medida de cada estado anímico, de cada una de nuestras edades. En sus incontables páginas he aprendido no solo a leer y a escribir, sino también a amar la literatura y a burlarme de ella, a emprender, en fin, una mejor edición de nosotros mismos. No resulta extraño que Dostoievsky escogiera esta obra para justificar la vida humana sobre la tierra ante un extraterrestre.
 
También salvaría de la sed devoradora de las llamas a la poesía de Giacomo Leopardi, el gran romántico italiano. El poeta de Recanati es uno de los que yo más admiro; con el paso del tiempo, no ha sufrido altibajos mi devoción. Siempre he tenido la sensación de ver en su obra el verdadero germen de la lírica moderna, de la poesía tal como hoy día la entendemos. Aun a pesar de la devastación ruinosa y el desmantelamiento espiritual que se proclama y se dibuja en la poesía leopardiana —o precisamente por eso—, «il naufragar [dice Leopardi en el verso que cierra su poema «L’infinito»] m’è dolce in questo mare».
 
Siguiendo con los vericuetos de la memoria, absolvería de cualquier quema a Años y leguas de Gabriel Miró. En esta novela lírica he visto encerrados los misterios más fascinantes de la vida: entre la memoria y la invención, entre la palabra, el espacio y el tiempo de Sigüenza, los días que conforman nuestra existencia parecen un enorme libro cubierto de polvo que exige y merece el ejercicio de ser releído, para llegar a nosotros mismos inscritos en el tiempo y el espacio. Para tener la oportunidad, en definitiva, de reescribirnos. Al fin y al cabo, con Miró entendemos que solo el arte puede ver la vida sin caer en la momificación del bisturí exacto de las ciencias.
 
No puedo tampoco pasar por alto en estas líneas al poeta oriolano Miguel Hernández, a quien profeso una inestimable devoción. Muy pocos son los poetas que consiguen zarandear nuestra sensibilidad, sacudir nuestros centros nerviosos. Miguel Hernández es uno de ellos. Su carnívoro cuchillo y su rayo amoroso me han acompañado con intensidad durante largos períodos; la voz desnuda de su verdad me ha escudado desde siempre. Y la transparencia, la hondura, el trabajadísimo despojo y el desbordamiento espiritual del Cancionero y romancero de ausencias me han desencadenado un estremecimiento solo reservado a las más encumbradas cimas de la literatura.
 
Ahora bien, en una sociedad hecha visualmente al chisporroteo de imágenes y fundada en la comunicación audiovisual, no solo de libros vive el hombre. En mi genoma cultural, una parte sustantiva aparece acaparada por el cine, por películas con personajes tan complejos y extremados como los de la filmografía de Scorsese o con personajes tan tragicómicamente atenazados por la realidad como los del lenguaje fílmico del irrepetible tándem formado por Berlanga y Azcona. Pero, claro, no solo he bebido en fuentes literarias y cinéfilas; también he sorbido las onomatopeyas, las ilustraciones y los bocadillos de una pareja tan quijotesca y sanchopancesca como la constituida por Astérix y Obélix. Y qué decir del humor gráfico de una dupla tan españolamente pícara y descarada como la de Mortadelo y Filemón.

En cualquier caso, tras la inmersión en estos y en otros muchos libros, películas y cómics que salvaría, por decirlo literariamente, de la pira de la sobrina de nuestro buen caballero don Quijote de la Mancha, solo me resta comprobar y verificar no poca cosa: quien era antes de su lectura o visionado es alguien distinto de quien soy hoy.